Aliados por la Inclusión

28 Preguntas para hackear la escuela:

Diversidad y Buenas Practicas

Desde hace algunas décadas, y con más frecuencia en las últimas, insistimos en que el sistema educativo que padecemos es anticuado cuando se sostiene solo en la transmisión de
ciertos saberes. Cuando se limita al trasvase de un conjunto de conocimientos seleccionados
por expertos, dispuestos en normas curriculares que los legitiman y, a partir de las cuales, somos evaluados en un proceso traumático que discrimina entre mejores y peores. Este sistema omite los intereses propios, las voces y las capacidades singulares de sus beneficiarios, y
olvida el papel que tienen los medios tecnológicos en el proceso de socialización y aprendizaje
de nuestros días.
Mientras configuramos el aula como un espacio ficticio seguro y bien organizado, los medios de comunicación hacen lo contrario construyendo realidades caóticas. Nos ponen en
una posición de peligro e incertidumbre ante la que no siempre podemos lidiar (los efectos de
las noticias falsas en los resultados electorales de varios países son un ejemplo inmejorable).
A pesar de la alarma, hacemos poco por fusionar ambas dimensiones, profundizando una
brecha innecesaria.
Somos ingenuos al creer que los medios son herramientas neutrales y prescindibles. Por
el contrario, las tecnologías de información y comunicación (las TIC) son parte inherente de
nuestra experiencia vital y deben ser estudiadas como tales con el mayor sentido crítico. No
son solo dispositivos para transmitir datos; son agentes culturales complejos. Desde hace
décadas, organismos como la Unesco insisten en la necesidad de desarrollar capacidades
mediáticas en los estudiantes: alfabetización digital, competencias informacionales, literacidades transmedia o como queramos llamarlas… ¿Dónde están en nuestra escuela? ¿Avanza
la formación docente en esta dirección?
Es en el uso diario de los medios de comunicación que socializamos, construimos conocimientos e identidades y aprendemos nuevas capacidades que terminan relegadas. Así,
son desaprovechadas por una escuela que confina lo no oficial con el sospechoso rótulo de
extraescolar, expulsándolo de sus muros. Ese sistema desgastado, que desprecia los medios
distintos al escrito, no puede ser el que determine nuestra aptitud real.
En un tiempo en que los conocimientos legitimados eran limitados e inaccesibles para
la mayoría, un sistema como el actual funcionaría. Allí el contrato del docente como administrador de contenidos tendría sentido. Pero en nuestros días la cosa es distinta. Vivimos
excedidos de información —no siempre verdadera o contrastable— y dependientes de dispositivos y plataformas tecnológicas que no siempre comprendemos y que, sin embargo,
nos empujan a producir y consumir más contenidos que fluyen sin descanso. Esta situación
apura la fase terminal del sistema educativo basado en la transmisión y la retención de datos
y abre la posibilidad de replantearnos el rol de las tecnologías